Llegando a Santillana, el viajero aparca en una plaza empedrada para visitar a
pie la población, que es peatonal. La villa de las tres mentiras la llaman,
porque ni es santa, ni es llana, ni tiene mar. La primera vez que el cronista
visito Santillana había vacas por la
calle y por una peseta la vaquera gorda y coloradota te servía un vaso de leche
recién ordeñada, pero ahora aquellas vaqueras han adelgazado, se abstienen de
mantequilla por guardar la línea y Santillana vive principalmente del turismo.
En el año 870 solo existía un monasterio, en
cuyo entorno fue creciendo un pueblo que, en el siglo XIII, se designó capital
de la merindad de la Asturias de
Santillana. Prácticamente eran tres calles que formaban una y griega, lo
mismo que hoy, aunque los edificios que vamos a ver abarcan desde el siglo XII
al XVII, todos profusos en escudos nobiliarios.
El tiempo ha respetado a Santillana. Uno podría sumergirse en un ambiente medieval si no
fuera porque el pueblo está limpio y no huele a estiércol y a humo y porque
decenas de comercios, asoman sus géneros a las puertas antañonas para captar la
atención del turista. Es necesario una guía de viajes para conocer otras ciudades.
En el museo
de la Inquisición asoma por encima de la tapia, una gran jaula de hierro,
tamaño humano, que contiene un esqueleto de apariencia natural, pero puede que
sea de plástico.
Más allá del antiguo pilar lavadero se abre una plaza donde se
alza, como un escenario, la fachada noble y romántica de la colegiata con su
puerta de medio punto y su galería superior. El claustro contiene una estupenda
colección de capiteles historiados.